Ahora lo que sabemos, desde abajo

Ahora que hemos llegado a comprender la situación actual, es evidente que todos los velos que cubrían las atrocidades han caído. Ya no podemos ignorar el hecho de que los partidos políticos predominantes están dispuestos a llevar a cabo asesinatos masivos de naciones con tal de mantenerse en el poder, sin encontrar la resistencia necesaria en las democracias, que han sido erróneamente calificadas como tales, tanto en el norte como en el sur del mundo.

En esta nueva realidad, es alarmante observar que los hornos crematorios, símbolo del horror del pasado, están siendo utilizados como una ideología moderna que ha proliferado en las culturas de poder de Occidente, en un contexto capitalista, colonial y patriarcal. Este fenómeno ha sobrepasado las observaciones del filósofo Giorgio Agamben, quien señalaba que la ideología moderna se basa en un enfoque que busca el exterminio de aquellas que forman la esencia de la ciudad, olvidando a las brillantes hijas que la sostienen y la construyen.

Al reconocer que el genocidio y la violencia abierta son las estructuras fundamentales de dominación, podemos entender cómo se ha transitado hacia un modelo de panóptico que, durante mucho tiempo, ha tenido a los cuerpos humanos bajo estricto control y explotación social. A partir de esto, se torna crucial entender la victoria del nazismo, que se presenta como una forma de ejercer el poder, mientras que, al etiquetar cualquier política opresiva como «fascista», se logra poner en evidencia la violencia desnuda que buscan invisibilizar, utilizando agentes de poder que actúan en las sombras.

No podemos permitirnos pensar que derechos, leyes y constituciones puedan proteger nuestra vida o defendernos de un sistema que constantemente se muestra indiferente y que, a su antojo, puede pisotear la vida de los ciudadanos. ¿Cuál es el sentido de activar los derechos humanos cuando los poderosos pueden ignorarlos a su conveniencia? La historia reciente ha demostrado innumerables veces que el estado está más comprometido en ocultar el horror que en combatirlo.

Al ver imágenes de prisioneros sometidos a un trato inhumano, como los en la prisión salvadora en Bukele, y haciendo eco de las políticas que Trump ha defendido, se torna evidente cómo el sistema penal se convierte en un campo de batalla donde los pobres y marginados de la tierra son los principales objetivos. Esto nos obliga a establecer conexiones y comprender cómo funciona el sistema, no solo en Gaza, sino también en nuestro norte y sur, donde las masacres, el genocidio y la tortura son consecuencia de un mismo modelo dominante que necesita ser erradicado.

Asumir que estas atrocidades son meras desviaciones de los gobernantes sería un error. Estaríamos minimizando una mutación sistemática que ha sido cultivada desde hace décadas. Un nuevo modelo se comenzó a gestar a finales de los años sesenta, como respuesta a lo que Immanuel Wallerstein denominó «Revolución Mundial de 1968», un periodo en el que aquellas voces más diversas que se encontraban oprimidas comenzaron a unirse para luchar por un verdadero cambio.

Ahora que conocemos esta realidad, que no deja de desmoronarse frente a nosotros día tras día, nos vemos cuestionados sobre lo que haremos al respecto. Sería un grave error mirar hacia otro lado, rezando para que la tempestad no nos alcance, pensando que solo afectará a aquellos que están un paso por debajo de nosotros en la escala social. La espera de que los más vulnerables —los niños, los ancianos, las naciones negras y nativas— sean los únicos que paguen el precio, es ridículo. La verdad es que la tormenta tocará las vidas de todos aquellos que no sean parte del 1% más adinerado y poderoso.

En las décadas de 1970, al menos en América del Sur, los rebeldes popularizaron el lema que resonaba con el deseo de una lucha por un cambio radical y revolucionario: «Sé como el Che». No era meramente un eslogan político, sino un imperativo ético que promovía la defensa de la vida. Esta moralidad de la vida se traduce en la acción concreta de poner el cuerpo y entregar todo para cambiar el mundo que nos rodea.

A más de medio siglo de distancia, las preguntas que enfrentamos son diferentes en su forma, aunque igual de profundas. ¿Seremos capaces de honrar a los padres y buscar a las familias de sus hijos desaparecidos? ¿Podremos seguir su ejemplo de determinación en la búsqueda de la justicia? ¿Estamos dispuestos al menos a acompañarlos en su enorme camino hacia la verdad y la reconciliación?

Hace años, en Argentina, donde la dignidad fue levantada por las Madres de Plaza de Mayo y los Abuelos de Plaza de Mayo, un lema que promulgaba «lucha como la abuela» iba acompañado por la imagen de Nora Cortiñas, quien, a sus más de 90 años, nunca dejó de asistir a las reuniones y marchas en demanda de justicia.

En este sentido, una reciente declaración del ejército zapatista enfatiza que «aquello que no se silencia, son semillas». No es solo una utopía ni un deseo, sino una observación directa de la realidad. Recordemos la notable rebelión argentina del 19 y 20 de diciembre de 2001, que desafió el neoliberalismo; fue una manifestación heredada de la resistencia de las Madres y Abuelas. Sin su monumental labor, no existiría hoy ninguna organización en defensa de los derechos.

Estas manos que trabajan la tierra buscan alimentar la dignidad que iluminará el futuro de las generaciones venideras, esas que continuarán exigiendo vida y justicia, rechazando cualquier forma de indiferencia y desprecio por la condición humana.

4 de abril de 2025

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