25 años de guerra del agua

La Guerra del Agua se erige como uno de los espacios más significativos en la reciente historia de Bolivia, especialmente con su epicentro en Cochabamba. Este conflicto representó una transformación radical en la lucha popular que se estaba desarrollando en América Latina. No solo fue un desafío claro al neoliberalismo, sino que además ocurrió un cambio en la relación entre líderes y bases, promoviendo estrategias de horizontalidad y autogestión. Este movimiento, que surgió en el año 2000, culminó con la resistencia contra los gobiernos privatizadores, marcando un hito en la autodefinición de las comunidades.

En el marco de la Guerra del Agua, los campesinos que se dedicaban a la irrigación, junto a los distritos de Cochabamba que habían creado eficazmente sus propios sistemas de agua, se unieron a importantes sindicatos de la ciudad. Esta confluencia, aunque en un principio parecía débil, mostró su verdadero poder a través de una movilización masiva que logró neutralizar la represión del gobierno. Esta acción resultó en una victoria tangible al forzar a las autoridades a poner fin a la privatización de los servicios de agua potable, que estaban siendo gestionados por bancos internacionales. La lucha colectiva se convirtió así en una herramienta vital para la defensa de un recurso esencial como lo es el agua.

En las áreas del sur de la ciudad, los migrantes provenientes de la región andina empezaron a establecer sus hogares y a tomar posesión de las calles para organizarse y construir servicios, principalmente sistemas de agua. A través del esfuerzo comunitario, lograron perforar pozos para acceder a fuentes de agua subterránea, construir tanques de almacenamiento y establecer redes de distribución. Este proceso fue impulsado por un espíritu de solidaridad y cooperación, resultando en decisiones que fueron consensuadas y documentadas en actas formales.

La responsabilidad de administrar estos sistemas de agua recayó en la población misma, quienes se encargaron tanto del aspecto técnico como de la educación necesaria para su funcionamiento. La práctica de rotación fue constante, ya que muchos habitantes del sur de la ciudad provenían de un trasfondo campesino, mientras que otros habían sido mineros, ambos grupos profundamente impregnados de tradiciones comunitarias. Mientras los mineros aportaban su rica cultura sindical, los agricultores enriquecían el proceso con su cosmovisión andina de la solidaridad.

El surgimiento del primer sistema urbano para el agua potable se remonta a 1990. Durante esos años, tuve la oportunidad de conocer a Fabián Condori, uno de los fundadores de este sistema, gracias a Óscar Olivera, quien dirigía la Asociación de Fabricación en ese entonces. Fabián recordaba cómo cada familia aportaba un boliviano mensualmente para la compra de explosivos, herramientas y alquiler de oficinas. Se requería que cada familia cavara seis metros de profundidad por mes en el terreno rocoso, un trabajo arduo que demandó tres años de dedicación constante.

Durante esos tres años, se abarcaron hasta 105 parroquias, comprometiendo a las personas a trabajar sin descanso, regresando de sus labores diarias para contribuir. Cada familia tuvo que dedicar un total de 35 días laborables, trabajando ocho horas diarias, donde las mujeres desempeñaron un papel fundamental en este esfuerzo.

Por otro lado, en el ámbito del riego, los agricultores que contaban con sus propias fuentes de agua, como ríos y lagunas, tenían una organización previa a la llegada de los españoles. Debían unirse a nivel regional para superar la fragmentación de sus recursos. En un periodo que se extendió entre 1994 y 1998, estas asociaciones locales se unieron en lo que se conoció como «la guerra del pozo», en defensa de sus fuentes, logrando así fortalecer sus lazos y mejorar la coordinación regional.

Al momento de firmar la privatización de lo que habían construido durante décadas, los campesinos y distritos formaron un coordinador para defender el agua y la vida. Esta coalición constituyó una confluencia entre culturas organizacionales que compartían una base en la autonomía local, pero que también estaban comprometidas con la lucha colectiva, evitando en la medida de lo posible la burocracia. Esta dinámica buscaba consolidar conferencias y reuniones donde se pudiera expresar un efectiva lucha y decisión.

El coordinador lideró bloqueos y concentraciones, un conjunto de acciones que en abril de 2000 culminó en una victoria resplandeciente, demostrando al mundo que «sí, es posible» cuando existe una organización y decisiones colectivas. Ese mismo año, la comunidad Aymara del Altiplano boliviano se levantó, seguido por el despertar del pueblo argentino el 19 y 20 de diciembre de 2001, manifestando así una ola de triunfos que emergieron desde las bases populares.

Los guerreros del agua pronto se dieron cuenta de que no estaban lidiando únicamente con la tradicional alternativa privada, la cual siempre parecía confusa y limitada. Abrieron la posibilidad de «comunidades» que administran el servicio de agua, así, no dependían del estado, sino de la organización popular. Desafiaron la noción de lo público y privado, afirmando que todo lo que no pertenece al estado es, de alguna manera, privado, Según esta visión, la lucha por el acceso al agua se convierte no solo en un ejercicio de reivindicación, sino en un reflejo de la capacidad de los pueblos de autodeterminar sus recursos.

Principalmente, dejaron una lección invaluable: que es factible luchar sin la necesidad de líderes o partidos, y que la organización de las personas es capaz de traducirse en grandes triunfos.

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